Hace unos días pude disfrutar de la exposición temporal dedicada a Matisse en el museo Thyssen-Bornemisza (desde el 9 de Junio hasta el 20 septiembre), que abarca la producción del pintor francés comprendida entre los años 1917 y 1941.
Es esta la época menos conocida para el gran público, pues Matisse siempre se ha asociado y se asociará, al movimiento Fauve, con esos cuadros de colores contrastados y violentos; y se recordará, además, por los collages de su última época (no hay más que ver los confesionarios del Gran Hermano…). Los colores contrastados, irreales y salvajes siguen apareciendo en parte de su producción de esta época, pero en su evolución, Matisse tiene otros intereses, como la representación del volumen, de la tercera dimensión. Es este aspecto el que más me llamó la atención en esta serie de cuadros.
Matisse consigue un efecto muy curioso, pues hace que la representación espacial quede como a “medio camino” entre lo bidimensional y lo tridimensional. Un buen ejemplo de esa sensación está reflejado en “Pianista y jugadores de damas”, de 1924. La decoración del papel pintado y la alfombra son totalmente planos, incluso cuando están representados en perspectiva; es una perspectiva “descolocada”, sin puntos de fuga definidos claramente, pero que, aun así, consigue cierta profundidad. El efecto de volumen está remarcado con las sombras: del piano y la escultura sobre el papel pintado de la pared, o de la silla sobre el armario. Pero la disposición de las figuras y objetos sobre ese esbozo de espacio es desconcertante, no está definida con precisión, ni tenemos más pistas que el sentido común y la lógica para situarlas en el lugar en el que supuestamente deben estar. Todo ello genera una sensación extraña en el espectador, como si la habitación y el espacio que delimita hubieran sido presionados y estirados levemente en distintas direcciones. Mientras lo veo y reflexiono sobre ello, no deja de rondarme por la cabeza la idea del cubismo: representar un objeto en su totalidad, desde distintos puntos de vista, en la misma obra. Evidentemente este cuadro no tiene nada que ver con el cubismo, ni formalmente ni ideológicamente, pero hay algo similar; algo que no afecta al objeto, ni siquiera al fondo, sino al propio espacio: al espacio que no está representado, algo que el pincel no recoge pero que deja su impronta en el resultado. Uno se pregunta qué pasaría si, como si fuera la pantalla de una cámara digital, ubicáramos el lienzo en otro punto de la habitación. ¿Cómo veríamos la escena desde arriba, o desde la perspectiva de uno de los jugadores? ¿Estarían ubicados en el lugar que la lógica y el sentido común predicen? ¿O pasaría como en una de esas representaciones bidimensionales de hipotéticos objetos geométricos tetradimensionales, en las cuales la lógica y el sentido común de nuestra percepción tridimensional pierden su utilidad?
En todo caso, hay algo claro: la pintura, la representación de objetos, ideas, conceptos, sobre una superficie bidimensional, es un engaño. Y Matisse lo muestra claramente. Viendo estos cuadros uno sabe perfectamente que el artista ha cogido un pincel, lo ha mojado en pintura, y ha dejado una marca, una simple mancha en el lienzo. Sabemos que nos está engañando. No intenta ocultarnos ese engaño en ningún momento, e incluso pareciera que quiere que sepamos que el engaño está ahí. Por eso son grandes estos cuadros, porque incluso siendo conocido el truco, consiguen el impacto de la ilusión.
Mujer sentada, con la espalda vuelta a la ventana abierta (1922)